por Adrián Bet
Los poetas saben que, cuando realizan una metáfora —o una analogía—, estructuralmente hay dos campos de referencia que se intersecan: uno en el terreno de la posibilidad —o real— y otro en el de la imposibilidad —o imaginario—. Por eso, decía Santo Tomás que la analogía tiene una parte que conviene y otra que no, respecto de lo que intenta describir, algo intermedio entre la univocidad y la equivocidad. Las mejores metáforas son las que encuentran analogías veladas u originales a lomos de ambos campos. El buen poeta es tal cuando revela cosas que el resto de los vanos mortales no intuimos.
Por ejemplo, si el poeta dice: «Juan, nevado monte de sabiduría», la parte real o posible es la que remite a Juan como hombre sabio; lo que refiere al campo imposible o imaginario es la que hace de Juan un monte firme, que a su vez remite análogamente al hombre canoso como figura de la sabiduría que dan los años.
Los modernistas —maestros de la deconstrucción— tienden a hacer absoluta o quiliástica1 la analogía, de modo que sacan conclusiones, no a partir del campo posible, sino del imposible. Un neosabio concluiría sin pudor alguno que: «como Juan es un monte nevado, montemos una pista de esquí sobre su cabeza». De tal laya, son una suerte de milenaristas carnales o, si se quiere fundamentalistas, de la metáfora, de modo que suelen sustituir la razón por cierta poética arbitraria. Y esta es un arma poderosa para confundir las mentes, pues barre las objeciones hechas por el sentido común, como si juzgáramos desde la lógica de un chiflado.
Entonces, una interpretación fallida puede ser autoconsistente, porque la hermenéutica posmoderna no requiere de criterios externos de validación. Es decir, se puede juzgar algo como válido sólo a la luz de la coherencia interna del discurso; en tal sentido, armar una pista de esquí es consistente con un monte nevado. Sin embargo, toda interpretación realista requiere de algún marco de referencia externo —como, p. ej., conocer la edad de Juan—. Un discurso puede ser totalmente consistente siendo francamente delirante, un discurso puede ser absolutamente coherente sin consistencia por falta de pruebas externas. Una sana interpretación requerirá, entonces, tanto coherencia como consistencia para ser relevante.
La cuestión radica en que la analogía opera en el ámbito de los tropos para conseguir argumentar, demostrar, criticar o definir, es decir, para razonar. Para no caer en un quiliasmo, se debería considerar la pertinencia, también llamada correspondencia, entre los conjuntos imaginario y real, más un cúmulo de funciones y atributos que sería legítimo trasladar. Pero no pueden ser todos, de otra forma sucedería la encarnación de la metáfora2, porque el campo real sería idéntico al de imposibilidad. Sin este cuidado, podríamos concluir, por ejemplo, que Cristo cazaba con sus garras animalitos en el sur de Israel porque es el “León de Judá”. Entonces, en este intríngulis de tropos milenaristas, sobrevolamos el terreno de la magia, donde las palabras/fuerza sustituyen a las razones demostrables y al sentido común. Así, cuando no hay lógica, surge la nunca suficientemente ponderada posverdad.
No podemos negar la utilidad del lenguaje metafórico para la comprensión. Santo Tomás demuestra admirablemente la necesidad de la analogía para hablar de Dios3. Por ello, no habría problemas para que funcione, aunque dentro de una semántica de sentido restringido y de ciertos criterios de pertinencia. Es fácil advertir, en forma similar al argumento del tercer hombre4, que si el conocimiento fuera trasmitido por discursos polisémicos, se necesitaría una cadena infinita de exégesis para alcanzar el sentido último del discurso. En tal sentido, la formulación, intencionalmente ambigua, dispara las posibilidades exegéticas a lugares insondables y posiblemente contradictorios.
Por último, este problema retórico, que denominamos quiliasmo analógico, opera sobre todo con respecto a criterios hermenéuticos y, luego, sobre la interpretación en sí. Aclaremos esto: supongamos que pedimos a una persona que mida una mesa y le damos una regla. Si la medición es incorrecta, se puede deber a dos cosas: a una impericia del que mide, o una falla en la regla. En el caso considerado se debe a lo segundo, lo que es bastante más grave, pues si los criterios que empleamos están alterados, difícilmente lo que intentamos comprender sea correcto, salvo por una improbable casualidad o por el concurso divino que sabe sacar verdad del error.
Hace pocos días, el Santo Padre ha dicho: «La Iglesia es femenina. Y si no podemos entender qué es una mujer, cuál es la teología de una mujer nunca entenderemos qué es la Iglesia. Uno de los grandes pecados que hemos tenido es «masculinizar» la Iglesia (…) El pensamiento baltasariano me dio mucha luz: el principio petrino y el principio mariano. Se puede discutir sobre esto, pero los dos principios están ahí. El mariano es más importante que el petrino, porque existe la Iglesia como esposa, la Iglesia como mujer, sin masculinizarse»5.
Esta idea, como el Papa refiere, nace de la teología del heterodoxo Hans Urs von Balthasar. Los últimos papas se han hecho eco de dicho paradigma en varias oportunidades. La idea principal es que en la iglesia conviven dos principios: el petrino —por San Pedro—, que representa el ministerio, la autoridad y la masculinidad; y el mariano —por la Santísima Virgen—, que encarna la mística, la domesticidad y la feminidad. Al decir del Romano Pontífice, el principio mariano debiera primar, y cargamos con un pecado —al parecer, tan ancestral como el original— porque hemos hecho lo contrario. De modo, que pareciera desprenderse una cierta tensión dialéctica, más que una complementariedad armónica, una nulidad conyugal, antes que la consumación nupcial, entre ambos principios.
Decir que la Iglesia es femenina significa semejar el concepto de feminidad con ciertas características de la Iglesia. Dicha analogía está fundada en la Tradición. Siempre la Iglesia se ha visto a sí misma como la esposa de Cristo6, como madre de los cristianos y como maestra de los hombres7, pero es claro que dichos asertos operan en el campo de imposibilidad, porque ningún cuerpo social —natural o sobrenatural— posee sexo, ni accidentes derivados del sexo, en el campo real.
Si analizamos un alcance realista y propedéutico de la metáfora, diríamos, que remite a la Iglesia: a) como esposa, considerando la sumisión, la obediencia hacia Cristo, guardándose pura para Él, sin prostituirse, esto es, no adhiriendo a las vanidades del mundo; b) como madre, engendrando espiritualmente a los hijos de Dios, a través del bautismo, y nutriéndolos para la vida sobrenatural mediante los sacramentos; y c) como maestra, guardando y dando testimonio a todos los hombres de la Verdad, que es Cristo mismo.
De este modo, extender la apreciación de la feminidad de la Iglesia a cualquier característica o problemática social de la mujer, sería un abuso retórico. Se crearían teologías desquiciadas, probablemente enmarcadas en la dialéctica macho-hembra típica del feminismo radical, que parece ser el sentido del discurso que sugiere el Santo Padre. Esta apreciación no carece de fundamento, si la Iglesia no puede ser entendida sin una teología de la mujer, y si es pecado la ‘masculinización’ —como si por el hecho de pertenecer al género masculino fuera suficiente para establecer la caída de la gracia de media humanidad— es evidente la orientación del discurso, que hace semejante el “pecado de género” al original. No obstante, esta glosa novísima del Santo Padre, se da de patadas con la ideología feminista, en el campo lícito de la analogía, porque la figura bíblica de la mujer sumisa, hogareña y bajo la potestad del marido, no tiene nada que ver con dicho paradigma jacobino. Así, la exégesis autoreferencial y descontextualizada será condición sine qua non para llevar la analogía a las aguas profundas de la irreconciliable dialéctica machismo-feminismo.
¿Podría interpretarse otra cosa? Sí y no, el Papa no alcanza a establecer claramente la esplendente feminidad, ni la perturbadora masculinidad eclesial. De modo que, cada cual, podría tomar lo que más crea conveniente, sea del colectivo femipetardista, sea de la cofradía de amas de casa enmantilladas. Esperemos que el Sumo Pontífice pronto precise el alcance de estos términos para la salud mental de los cristianos.
Por todo lo dicho, las afirmaciones sobre la feminización de la Iglesia parecieran típicos abusos quiliásticos de la analogía, por ende, fuera del campo de una teología realista y de una sana pastoral derivada de la primera.
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1 El Quiliasmo, también llamado Milenarismo Carnal —no confundir con el Milenarismo Espiritual.—, es una doctrina que interpreta literal el reino de los mil años del (Ap. 20, 4-5). Esta postura deviene habitualmente en fundamentalismo. Tomando como base dicho literalismo carnal, hacemos una relación analógica entre los tropos literarios y la apocalíptica.
2 El concepto de encarnación significa tomar literalmente el componente de imposibilidad, es decir desligar la referencia analógica para tomar el sentido literal del término. No se nos escapa que “encarnar” es a su vez una analogía, pero su uso es justificado ya que tiene un significado preciso para nuestro escrito. A nadie se le ocurriría hacer un sándwich con una metáfora, ¿o quizá a la neoiglesia sinodal, sí?
3 «Es imposible que algo se puede decir unívocamente de Dios y de las criaturas. Porque todo efecto no proporcionado a la capacidad causal del agente recibe la semejanza del agente no en la misma proporción, sino deficientemente […]
»Así, pues, cuando algún nombre que se refiera a la perfección es dado a la criatura, expresa aquella perfección como distinta por definición de las demás cosas. Ejemplo: Cuando damos al hombre el nombre de sabio, estamos expresando una perfección distinta de la esencia del hombre, de su capacidad, de su mismo ser y de todo lo demás. Pero cuando este nombre lo damos a Dios, no pretendemos expresar algo distinto de su esencia, de su capacidad o de su ser. Y así, cuando al hombre se le da el nombre de sabio, en cierto modo determina y comprehende la realidad expresada. No así cuando se lo damos a Dios, pues la realidad expresada queda como incomprehendida y más allá de lo expresado con el nombre. Por todo lo cual se ve que el nombre sabio no se da con el mismo sentido a Dios y al hombre. Lo mismo cabe decir de otros nombres. De donde se concluye que ningún nombre es dado a Dios y a las criaturas unívocamente.
»Pero tampoco equívocamente, como dijeron algunos. Pues, de ser así, partiendo de las criaturas nada de Dios podría ser conocido ni demostrado, sino que siempre se caería en la falacia de la equivocidad. Y esto va tanto contra los filósofos que demuestran muchas cosas de Dios, como contra el Apóstol cuando dice en Rom 1,20: “Lo invisible de Dios se hace comprensible y visible por lo creado”.
»Así, pues, hay que decir que estos nombres son dados a Dios y a las criaturas por analogía, esto es, proporcionalmente. Lo cual, en los nombres se presenta de doble manera. 1) O porque muchos guardan proporción al uno, como sano se dice tanto de la medicina como de la orina, ya que ambos guardan relación y proporción a la salud del animal, la orina como signo y la medicina como causa. 2) O porque uno guarda proporción con otro, como sano se dice de la medicina y del animal, en cuanto que la medicina es causa de la salud que hay en el animal. De este modo, algunos nombres son dados a Dios y a las criaturas analógicamente, y no simplemente de forma equívoca ni unívoca. Pues no podemos nombrar a Dios a no ser partiendo de las criaturas, como ya se dijo (a.1). […]. Este modo de interrelación es el punto medio entre la pura equivocidad y la simple univocidad. Pues en la relación analógica no hay un solo sentido, como sucede con los nombres unívocos, ni sentidos totalmente distintos, como sucede con los equívocos; porque el nombre que analógicamente se da a muchas cosas expresa distintas proporciones; a algún determinado uno, como el nombre sano, dicho de la orina, expresa el signo de salud del animal; y dicho de la medicina, en cambio, expresa la causa de la misma salud.» Santo Tomás de Aquino, Suma Teológíca, p. I, q. 13, a. 5.
4 El argumento del tercer hombre es un tópico de la filosofía. Si bien es Aristóteles quién denominó así a este argumento (Metafísica, 990b, 17), ya era bastante tratado entre los filósofos griegos. Se podría explicar así: «Es una objeción que el mismo Platón (en el diálogo Parménides) formuló a su teoría de las ideas. Todos los hombres particulares tienen algo en común porque participan de la Idea de Hombre. Para poder decir que los hombres particulares y la Idea de hombre tienen algo en común sería preciso decir que existe un tercer hombre. Los hombres particulares y la Idea de Hombre participan de ese tercer hombre. Así hasta el infinito.» González García, Juan Carlos. Diccionario de Filosofía, art. Tercer hombre, objeción, pág. 375.
5 Traducido del italiano:
https://www.vatican.va/content/francesco/it/speeches/2023/november/documents/20231130-cti.html
6 Por ejemplo: «El marido es cabeza de la mujer como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el Salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Esposos, amen a sus esposas, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella para hacerla santa.» (Ef 5, 23-25).
7 «Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal por Jesucristo para que, en el transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud de una vida más excelente, todos cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su abrazo. A esta Iglesia, columna y fundamente de la verdad (1Tim 3,15), confió su divino fundador una doble misión, la de engendrar hijos para sí, y la de educarlos y dirigirlos, velando con maternal solicitud por la vida de los individuos y de los pueblos, cuya superior dignidad miró siempre la Iglesia con el máximo respeto y defendió con la mayor vigilancia.» Juan XXIII, Mater et Magitra, §1
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